La riqueza artística de Sevilla
agosto 17, 2014
Juan Carlos Díaz Lorenzo (*)
Sevilla es una de las ciudades europeas con mayor riqueza artística. La naturaleza del terreno donde se asienta la actual provincia hispalense ha sido causa de su continuo poblamiento desde tiempos prehistóricos. La existencia de abundantes yacimientos de minerales en la zona norte y de buenas tierras para la agricultura y la ganadería en la zona sur, ha motivado una ininterrumpida sucesión de asentamientos de muy diversas culturas, remontándose, los más antiguos, a la época paleolítica.
Destacando la importancia de las etapas púnica y romana –que alcanzó su esplendor en la ciudad de Itálica y la expansión de la antigua provincia Bética–, se llegó a los tiempos visigodos, en que Sevilla se convirtió en un centro cultural de primer orden, como lo acredita la ingente producción literaria de San Isidoro y la excavación de los restos de la antigua basílica en las cercanías del Alcázar sevillano.
Sin embargo, la presencia islámica supuso la fase más decisiva, pues sus consecuencias perdurarían en el transcurso del tiempo. Su mayor acierto consistió en la unión de la tradición local y las ideas externas, en la utilización de estructuras sencillas y abundante decoración, en el empleo perfecto de los recursos materiales de la zona y en su adaptación a las necesidades de cada momento. Aunque los vestigios del califato y los reinos de taifa son escasos, sin embargo los restos de la primitiva mezquita mayor sevillana, así como los existentes en los Reales Alcázares y las referencias literarias de la época, hablan de un arte refinado, pujante y altamente creativo.
La llegada de los almohades y el establecimiento de la capital del imperio en Sevilla significó la puesta en marcha de grandes proyectos artísticos, de tal modo que la fisonomía de la ciudad cambió profundamente. Entre los ejemplos más destacados de esta época encontramos el nuevo recinto amurallado y la gran mezquita mayor, cuya torre, la Giralda, se convertirá con el paso del tiempo en la imagen más representativa y universal de la ciudad. La Giralda fue, además, fecunda fuente de inspiración de un gran número de torres mudéjares en todo el reino de Sevilla, lo mismo que su cuerpo de campanas, añadido en el siglo XVI, sirvió de modelo a muchas de las espadañas manieristas y a buena parte de los campanarios barrocos[1].
Con la conquista del Bajo Guadalquivir por las tropas castellanas hizo su aparición el estilo gótico, impuesto por el nuevo régimen con un claro sentido religioso. No obstante, la presencia del elemento musulmán es tan fuerte y tan vigoroso, que el gótico se vio obligado a aliarse con él, dando origen a un estilo tan peculiar como es el mudéjar. En la comarca escasea la piedra –elemento arquitectónico del nuevo estilo–, por lo que se recurrió al ladrillo, que los musulmanes trabajaban con especial habilidad. De modo que cuando en una construcción era necesario emplear sillares había que recurrir a canteras y mano de obra foránea, ya que la comarca, por su naturaleza geológica, no podía suministrarla.
Al estilo mudéjar corresponden buena parte de las iglesias sevillanas, las cuales siguen prácticamente una misma tipología, con algunas variantes según la comarca donde estén localizadas o la fecha de su construcción. En su mayoría se trata de templos que conservan su estructura primitiva, aunque en muchos casos ésta se encuentre enmascarada por las reformas y decoraciones barrocas, ejecutadas a raíz del terremoto de 1755. La sencillez de estos edificios resulta clara, en los que también se aprecia una abundante decoración de raíz islámica concentrada en las torres, portadas, ventanas o en los zócalos de azulejos. Tanto la difusión como la aceptación de esta abigarrada y colorista ornamentación se mantuvo hasta fines del siglo XVIII, sobre todo en los núcleos rurales. De modo que la decoración mudéjar será un elemento permanente durante el Renacimiento y el Barroco.
A principios del siglo XV, cuando el arte mudéjar está en su apogeo, se acomete la construcción de uno de los edificios más monumentales del gótico europeo: la catedral de Sevilla, lo que coincide con un momento de gran esplendor en la ciudad, donde el comercio, cada vez más próspero, ha hecho de la ciudad uno de los centros más cosmopolitas del mundo. El río Guadalquivir se convirtió, de nuevo, en una de las vías comerciales más importantes de la época, aunque el máximo auge se alcanzaría un siglo más tarde, a partir del Descubrimiento de América.
Frente a la tradición local en el empleo del ladrillo, la construcción de la nueva catedral sevillana se hizo totalmente en piedra. Una obra tan colosal influyó no sólo en los templos más cercanos, sino también en la construcción de las catedrales de otras ciudades más lejanas, como Segovia y Salamanca. Durante el proceso constructivo, Sevilla inició uno de los momentos de mayor brillantez de su historia, que culminó con la llegada, desde Italia, en los primeros años del siglo XVI, de un nuevo estilo, el renacentista.
La fortuna y el esplendor de Sevilla en esta centuria está estrechamente relacionado con América. En 1493, Cristóbal Colón pasó por la ciudad de regreso de su primer viaje a las Indias. Comenzó, así, el gran Siglo de Oro sevillano. El comercio con el Nuevo Mundo determinó el establecimiento, en 1503, de la Casa de Contratación y la creación, en 1543, del Consulado de cargadores a Indias, lo que contribuyó a convertirla en uno de los grandes núcleos urbanos y mercantiles del mundo occidental. Al mismo tiempo, la ciudad de Sevilla, abierta a las corrientes europeas, fue transformándose paulatinamente, aunque su fisonomía medieval e islámica no desapareció del todo.
Durante el primer cuarto del siglo XVI, los estilos imperantes en la ciudad seguirán siendo el gótico y el mudéjar. El primer edificio plenamente renacentista de la ciudad se levantó en 1527. En dicho año, Diego de Riaño proyectó el Ayuntamiento, en el que no sólo se aprecia la plena adopción del repertorio formal renacentista, sino también la total captación del espíritu humanístico y mitológico de esa cultura. Diego de Riaño será el gran arquitecto de Sevilla en el segundo cuarto del siglo XVI, pues en 1528 fue nombrado maestro mayor de la catedral y del arzobispado. Su gran creación será la Sacristía Mayor, como veremos en su momento, influyendo también no sólo en la arquitectura del Arzobispado, sino también en algunas construcciones de las lejanas tierras de América.
El panorama pictórico de Sevilla durante el primer tercio del siglo XVI está centrado en la figura y el taller de Alejo Fernández. Su pintura supondrá la plena vigencia de las normas estilísticas del primer Renacimiento. En 1537 llegan a Sevilla Pedro de Campaña y Hernando de Esturnio, el primero de los cuales está considerado como el introductor del manierismo, vigente en la Italia central durante el tercer decenio del siglo XVI. La llegada del segundo fue menos innovadora, pues su obra, inicialmente caso cuatrocentista, evolucionó más lentamente hasta alcanzar cotas claramente manieristas a través del conocimiento de las esculturas, cuadros, grabados, dibujos e iluminaciones de los grandes maestros italianos y flamencos que circulaban por Sevilla[2].
La plena vigencia del manierismo en la pintura sevillana se alcanzó con Luis de Vargas, quien después de viajar dos veces a Italia, desde 1547 hasta su muerte en 1567, difundió en Sevilla un manierismo de clara ascendencia vasariana. En la séptima década del siglo apareció en la pintura hispalense el miguelangelismo. El manierismo seguirá siendo el estilo vigente del último cuarto del siglo XVI, etapa a la que pertenecen los nombres de Pacheco, Alonso Vázquez y Vasco Pereira.
La historia y evolución de la escultura sevillana del siglo XVI se desarrolla al hilo del retablo mayor y las portadas de la catedral hispalense, obras en las que dejaron su sello la mayoría de los maestros activos en Sevilla durante esta centuria. Algo más innovadoras son las imágenes de Mercadante de Bretaña y de Pedro Millán de las portadas catedralicias, a través de las cuales se introdujo la técnica del barro cocido. La irrupción del Renacimiento en la estatuaria sevillana se deberá tanto a la presencia activa en la ciudad de maestros italianos como a la importación de obras, sobre todo de los talleres genoveses.
La creación de una auténtica escuela escultórica sevillana se produce a raíz de la presencia en la ciudad del castellano Isidro de Villoldo, quien llegó a la ciudad en 1553, debido a la disolución del taller de Alonso Berruguete. Sin embargo, el verdadero forjador de la escuela sería Juan Bautista Vázquez el Viejo, quien aglutinó a su alrededor a una serie de maestros que difundirán su manierismo de ascendencia romana.
El manierismo, presente en las obras de Gaspar del Águila, Diego de Pesquera, Diego de Velasco, Miguel Adán, Juan Bautista Vázquez el Mozo y Gaspar Núñez Delgado, pervivirá a lo largo de las primeras décadas de la centuria siguiente, etapa en la que descolló la figura y la obra de Martínez Montañés. En cierto sentido paralelo a las otras artes sevillanas del siglo XVI se desarrolla la orfebrería, a la que pertenecen artífices como los Alfaro, Ballesteros o Juan de Arfe, figuras cuya maestría, virtuosismo y creatividad los sitúa al nivel de los mejores escultores, arquitectos o pintores de aquellas fechas.
El tercer cuarto del siglo XVI representó el pleno triunfo del Renacimiento, adecuándose a ese estilo tanto las estructuras como los elementos decorativos, apreciándose, en el último tercio, una cierta preponderancia de los motivos de tipo geométrico, etapa a la que están relacionados los autores anteriormente citados y, especialmente, Juan de Arfe, autor de la gran custodia de la catedral, en la que se aprecia tanto la cultura humanística de la Sevilla del momento, presente en la elaboración de su complejo programa iconográfico, como en las interrelaciones entre la arquitectura y la orfebrería que por entonces se cultivaban en el arte sevillano.
El arte barroco vino a continuar en sus primeras manifestaciones la trayectoria del manierismo, si bien las nuevas formas basadas en el movimiento y en la ondulación encuentran un acceso dificultoso en el panorama artístico de la capital hispalense en la primera mitad del siglo XVII. En arquitectura, la tradición renacentista se prolongó hasta mediados de la centuria y sólo en los años finales del XVII, con la llegada de Leonardo de Figueroa, se advierte la aparición de una arquitectura propiamente barroca, en la que lo decorativo tendrá una primacía sobre lo constructivo. Entre los aspectos fundamentales de la arquitectura barroca sevillana figuran los camarines y las capillas sacramentales, en los que en el siglo XVIII, el desenfreno del ornato, llegará a efectos de paroxismo de excepcional calidad artística y espectacular efecto óptico.
En escultura sucede un fenómeno singular al vivido en arquitectura en cuanto a la introducción del barroco, que aún así se desarrolla con una gran originalidad. La quietud serena y reposada, tanto física como espiritual, que impregna la excepcional producción escultórica de Juan Martínez Montañés, rebosa de evocaciones clasicistas, lejanas a la trepidación del barroco, pero sublimes en su expresión.
La aparición en Sevilla del escultor José de Arce hace que el espíritu del barroco se introduzca en el seno de la escultura sevillana e impere en ella a partir de mediados del siglo XVII. Este nuevo espíritu escultórico abrirá camino a otros grandes artistas que trabajan en la segunda mitad del siglo y que culminará en la retablística de Bernardo Simón de Pineda y en las esculturas de Pedro Roldán, ambos destacados renovadores del arte sevillano en el último cuarto del siglo y que será continuada en el siglo XVIII por Pedro Duque Cornejo, que llevará el barroco hasta su máximo esplendor.
En cuanto a la pintura, se advierte una pervivencia de composiciones cerradas y formas estáticas, así como una repetición formularia de esquemas manieristas. En este sentido, el caso de Pacheco, por su sequedad imaginativa y plástica, resulta definitivo y elocuente. A él se opondrá el temperamento de Juan de Roelas, que introdujo un sentimiento de mayor emoción religiosa y popularismo expresivo que mantuvo vigente en Sevilla hasta su fallecimiento, en 1625.
La personalidad de Zurbarán, con su aparente sencillez y sobriedad arcaizante, tiene como contrapartida la potente espiritualidad de sus composiciones que aunque derivan de fuentes de inspiración arcaicas rebosan de fuerza y de emotividad religiosa. La presencia de Velázquez en Sevilla fue tan breve que su realismo directo y verdadero apenas dejó huellas de su estilo entre sus contemporáneos. En el panorama pictórico local habría que esperar hasta la aparición de Murillo para que cambiase definitivamente el espíritu de la pintura sevillana, pues habría de introducir en sus obras movimiento y gracia y otorgaría a sus personajes una expresividad que conectaba de menare inmediata con la sensibilidad popular.
Con Juan Valdés Leal el ímpetu barroco directo y enérgico alcanzó sus máximas consecuencias, reforzado por una técnica suelta y decidida que traducía energía y potencia. En el siglo XVIII, Domingo Martínez y Juan de Espinal prosiguieron con dignidad la trayectoria de la pintura sevillana, asimilando su estilo al gusto imperante en el nuevo siglo.
En consonancia con las otras artes se presenta, asimismo, la orfebrería del barroco sevillano, en la que se advierte una pervivencia de formas renacentistas y manieristas hasta muy avanzado el siglo XVII. Tan sólo se advierte la aparición de motivos propiamente barrocos en el último cuarto de este siglo y a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, para culminar, a partir de entonces, en el estilo rococó. La orfebrería sevillana en su conjunto ofrece una fecunda producción, con abundantes ejemplares de alta calidad en su diseño, siendo el más destacado artífice el platero Juan Laureano de Pina[3].
El estilo rococó, creado en Francia, llegó a la Península con la dinastía borbónica a comienzos del siglo XVIII, pero sus efectos no se aprecian, fuera de la Corte, hasta mediados de siglo. En la ciudad hispalense la primera muestra de este nuevo estilo aparece en el edificio de la nueva Fábrica de Tabacos, actual Universidad, cuya portada, de la que es autor Van der Borcht, se halla fechada en 1757. En lo que se refiere a los arquitectos locales continuó la exuberancia del barroco del XVIII siguiendo los modelos del palacio de San Telmo, terminado en 1738 y del palacio Arzobispal, algunos años posterior.
Sin embargo, la influencia del rococó es más efectiva en los retablos, pues se realizan multitud de ellos decorados con estípites, rocallas y espejuelos, de los cuales se conservan muchos. Con el paroxismo trepidante de las obras de Hita del Castillo, Jerónimo Valvas y Cayetano de Acosta, retablos y esculturas alcanzarán en la segunda mitad del siglo XVIII su punto más alto de intensidad barroca y, al mismo tiempo, señalarán el canto del cisne del estilo. Lo mismo sucede con la orfebrería, abundante y con piezas de notable envergadura, debidas al buen hacer de artistas como Juan Guerrero, José Alexandre y Juan de San Juan.
El estilo neoclásico irrumpió en el último tercio del siglo XVIII y a ello contribuyó la fundación en 1755 de la Academia, que en su primera etapa se denominó Real Escuela de las Tres Nobles Artes, si bien tenía un antecedente en la Academia de Pintura, en el siglo anterior. En el campo arquitectónico, los modelos neoclásicos comenzaron a aplicarse a partir de la reconstrucción de los daños ocasionados por el terremoto de Lisboa, en 1755, que produjo el derrumbe de muchos edificios civiles y religiosos, especialmente en la zona del Aljarafe. En realidad, el estilo neoclásico en la arquitectura sevillana no pasó de ser un barroco depurado en su aspecto decorativo. En el resto de las manifestaciones artísticas tampoco arraigó excesivamente y no produjo figuras de gran relieve, si bien, entre los más destacados figuran Blas Molner, Ángel Iglesias y Cristóbal Ramos.
El siglo XIX vino marcado por aires de cambio. La invasión francesa de 1810, la exclaustración de 1835 y la Revolución de 1868, dañaron considerablemente el patrimonio artístico de la ciudad y, al mismo tiempo, llegaron oleadas renovadoras. Así, en 1852 se construyó el primer puente sobre el río Guadalquivir y siete años más tarde se inauguró la línea de ferrocarril, acontecimientos que contribuyeron a mejorar las comunicaciones y a favorecer la difusión de las corrientes artísticas españolas y europeas.
Hay que destacar la abundante producción pictórica de este siglo, que aunque no cuenta con figuras de primer orden, resulta un documento social de gran interés. El retrato, la pintura de historia y sobre todo los temas costumbristas constituyen los asuntos principales. Entre los pintores de la época destacan Valeriano Bécquer, José Gutiérrez de la Vega, Antonio María Esquivel y Antonio Cabral Bejarano.
Después del desastre colonial de 1898 aparece en toda España el deseo de integrarse en Europa, y Sevilla traduce este afán europeísta y ultramarino con la organización de la Exposición Iberoamericana de 1929. La preparación de los fastos comenzó unos veinte años antes y ello implicó la transformación de la ciudad. Bajo la piqueta cayeron muchas casas para ampliar el recinto urbano y se construyeron nuevos edificios, tanto en el centro de la ciudad como en los aledaños dedicados a su ampliación. Así surgió el Parque María Luisa con los edificios que alberga, cuyo artífice principal fue Aníbal González[4].
(*) Licenciado en Historia del Arte. Universidad de Santiago de Compostela
Notas
[1] Delgado Valero, Clara. El arte del Islam. En Historia del Arte, dirigida por Juan Antonio Ramírez. Alianza Editorial. Madrid, 2003.
[2] VV.AA. Guía artística de Sevilla y su provincia (I). Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004.
[3] Op. cit.
[4] Op. cit.
Fotos: Alejandro Guichot (Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla), Raúl S.G. (panoramio), Alonso Sánchez Coello (Museo de América de Madrid), José Becerra (Leyendas de Sevilla), Jatrobat, Anual, Escarlati, edificiosdesevilla.com y Carlos Roque Sánchez.
El Concilio de Trento y el arte religioso
enero 5, 2013
Juan Carlos Díaz Lorenzo. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela
La política papal en la segunda mitad del siglo XVI no estaba tanto en reforzar el Estado cuyas bases habían trazado los antecesores de la Silla de Pedro durante el Renacimiento, sino establecer un absolutismo eclesiástico en Italia lo más extenso posible. Así vemos, en líneas generales, que la característica esencial de la Contrarreforma en sus comienzos es el intento de restaurar el dominio que la Iglesia había ejercido durante la Edad Media. En el campo intelectual significó la oposición a todas las conquistas del humanismo renacentista.
El racionalismo individualista había jugado un papel importante en el desarrollo de la Reforma y era, en consecuencia, anatema para los contrarreformistas. Su finalidad consistía en deshacer todos los logros del Renacimiento y retornar a un estado medieval y feudal. El movimiento, en realidad, fue un “contra renacimiento”, de modo que la Contrarreforma se propuso como principal tarea la destrucción de la escala humana de valores que constituía el credo humano y su sustitución por otra de carácter teológico análoga a la que había mantenido durante la Edad Media.
Uno de los primeros objetivos de los contrarreformistas fue abolir el derecho del individuo a resolver los problemas relativos al pensamiento y la conciencia según el juicio de su propia razón personal. En su lugar, querían restablecer la vigencia del principio de autoridad que los humanistas habían logrado destruir. Para imponer sus ideas, la Contrarreforma echó mano de dos armas poderosas: la Inquisición y la Compañía de Jesús.
La Inquisición tenía como concepción implícita impedir libertad alguna en materia de dogma, de modo que las decisiones de la Iglesia en esta materia debían seguirse sin discusión. La Compañía de Jesús se concibió como una organización militar sobre la base de una obediencia absoluta e incuestionable.
El efecto de tales instituciones, y del espíritu que las animaba, fue la destrucción del pensamiento individual. No se exigía la dedicación a la inteligencia, sino su sacrificio, de modo que, en consecuencia, los pocos pensadores que tuvieron suficiente valor para proseguir sus especulaciones, las dirigieron hacia terrenos puramente abstractos, o bien entraron en conflicto con el poder establecido, como Giordano Bruno.
El lado positivo de la Contrarreforma era el intenso deseo de reformar la Iglesia y la apasionada y desinteresada entrega de los jesuitas a la propagación de lo que ellos creían la verdad.
El pensamiento de Ángelo Beolco, llamado “Il Ruzzante”, se encuadra en esa línea:
“Si tenéis tanto dinero como para poderlo derrochar, dad pan a los que tienen hambre, un marido a las que lo deseen y no puedan tenerlo por carecer de dote; dad la libertad a los que están en prisión; mandad hacer vestidos y camisas a los que mueren de frío; y muchas otras cosas del mismo tipo, de modo que cada una de ellas diga mucho de vosotros; en resumen tratad de reconstruir la iglesia espiritual y no la de piedra, y que nunca he oído… que nadie haya ido al paraíso por haber hecho este tipo de construcciones. Y si, no obstante, tenéis la manía de edificar, haced construir un hospital para los pobres, y … haced que nuestros trabajadores tengan todos un mismo salario; en fin, dad de beber a las plantas que no tienen agua, ya que sois vosotros los que tenéis en la mano las llaves de la fuente”[1].
El efecto de la Contrarreforma sobre las artes fue similar al que tuvo en las demás ramas de la cultura y el pensamiento. Después de 1530, la escuela humanista de pintura que había florecido en Roma a comienzos de siglo, entró en decadencia. Los artistas no hacían ahora descubrimientos sobre el mundo exterior. Su trabajo está fuertemente controlado por la Iglesia e incluso cuando se les dejaba cierta libertad, parecían haber perdido todo interés por el mundo que les rodea. No tienen la preocupación de construir el universo visible, sino de desarrollar nuevos métodos de dibujo y composición.
Antes de que finalizara el largo Concilio de Trento, el arte estaba no sólo justificado por la religión, sino también reconocido como una de las armas más eficaces que podía utilizar la propaganda.
En diciembre de 1563, el Concilio discutió el problema del arte religioso. Carlos Borromeo, luego elevado a los altares, es el único autor que aplicó el decreto tridentino al problema de la arquitectura. Sus Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae, escritas poco después de 1572 y publicadas en 1577, tratan con extraordinario cuidado todos los problemas referentes a la construcción de las iglesias.
El tema central del libro es típico de la Contrarreforma y tendría aún más influencia durante el siglo XVII: las iglesias y los servicios religiosos deben ser lo más impresionante y majestuoso posible para que su esplendor y carácter religioso impresionen a los espectadores ocasionales sin que ellos mismos lo sepan.
El hecho de que los protestantes, contrarios al carácter mundano de las ceremonias romanas, se opongan por completo a ellas restando toda importancia a la pompa exterior de los servicios religiosos, dio probablemente una razón a los contrarreformistas para dar a sus ceremonias un esplendor siempre creciente. Se apercibieron sin duda del efecto emocional que puede producir una gran ceremonia religiosa en una asamblea de fieles.
En el prólogo a sus Instructiones, Borromeo alaba la antigua tradición de esplendor eclesiástico y exige que los sacerdotes y arquitectos se pongan de acuerdo para mantenerla:
“… publicamos las presentes instrucciones para la construcción y la decoración eclesiástica: en ellas se contienen las prescripciones que ya hemos impartido en nuestra Provincia como más oportunas y adecuadas para el decoro y el uso de las iglesias tanto por lo que respecta a la construcción de las propias iglesias, de las capillas, de los altares, de los oratorios, de los baptisterios y de cualquier otro edificio sagrado, como por lo que respecta a los vestidos sagrados, los aparatos, los vasos y cualquier otro utensilio sacro (…)”[2].
Recomienda primero que se construya la iglesia, si es posible, sobre una pequeña elevación o en todo caso con una escalera que conduzca a ella para que pueda dominar su entorno:
“Cuando se ha de construir una iglesia es necesario ante todo elegir el lugar que resulte más oportuno a juicio del Obispo y con la opinión de un arquitecto designado por el mismo. Una vez que el lugar esté preseleccionado, debe cuidarse que el área en la que se quiere edificar la iglesia esté algo elevada sobre las adyacentes. Si la localidad se encontrase sobre un único plano, hágase de modo que la iglesia se eleve al menos de forma que haya que acceder al plano de la misma mediante tres o, como mucho, cinco escalones (…) Es preferible un lugar en el que la iglesia esté aislada, es decir, separada de los muros de otras construcciones por un espacio de unos cuantos pasos y de las plazas como se dirá a continuación, todo ello de conformidad con la antigua usanza y como sugiere la razón misma (…). La amplitud de la iglesia debe ser tal que pueda contener no sólo la totalidad de la población del lugar… sino también la ola de fieles que suele acudir en ocasión de las fiestas solemnes (…).
La fachada de la iglesia debe decorarse con figuras de santos y adornos serios y decentes:
“Por tanto, al componer, con estilo y grandeza, la fachada de la iglesia, el arquitecto debe hacerlo de modo que, sin aparecer en ella nada profano, sea todo lo espléndida que sea posible y conveniente a la santidad del lugar. Sobre todo, debe procurarse que en la fachada de toda iglesia, especialmente en las parroquiales, sobre la puerta mayor se pinte, o bien se esculpa, decorosa y religiosamente la imagen de la Virgen María con el divino Niño Jesús en los brazos; a la derecha de la Virgen estará la efigie del santo o de la santa a quien esté dedicada la iglesia; a la izquierda, la efigie del santo o de la santa que más se venere entre el pueblo de aquella parroquia (…)”.
Sugiere especial atención a la disposición de las puertas del templo:
“Se debe tener cuidado de que las puertas no sean arqueadas en la parte superior (teniendo que ser diferentes de las puertas de la ciudad), sino cuadrangulares, como se encuentran en las basílicas más antiguas… En la fachada de la iglesia se abrirán las puertas; en número impar y tantas como naves haya en el interior. La nave central, si la iglesia no tiene más que una, ha de tener tres puertas cuando la anchura lo permita (…)”.
E insiste en aspectos relacionados con la decoración en las paredes:
“Ha de procurarse que la cara externa de las paredes laterales y del ábside no se decore con pinturas; las paredes frontales, en cambio, presentan un aspecto más decente y majestuoso cuanto más se adornan con imágenes sagradas o con pinturas que representen hechos de historia sagrada (…)”.
En el interior, el altar mayor debe ser objeto de particulares cuidados. Debe alzarse sobre unas gradas y colocado en un presbiterio suficientemente espacioso para que el sacerdote pueda oficiar en él con dignidad. La sacristía debe conducir al cuerpo principal de la iglesia, no directamente al presbiterio para que el sacerdote pueda llegar en procesión hasta el altar mayor.
Los brazos del crucero deben convertirse en capillas con otros grandes altares para la celebración de la misa los días de fiesta. Ricos vestidos añadirán dignidad a la ceremonia y, puesto que toda la ceremonia debe estar convenientemente iluminada, las ventanas de la iglesia estarán provistas de cristales transparentes.
“El lugar del coro, separado del lugar del pueblo –como quiere la antigua costumbre y un motivo de orden- ha de estar cerrado por cancelas debiendo situarse junto al altar mayor, lo rodeará por delante (a la antigua usanza) o bien se encontrará detrás del altar (porque así lo requiera el sitio de la iglesia o del altar, o bien las costumbres de la región)… deben erigirse más altares; siendo la iglesia en forma de cruz con ábside y transepto, se dejará en las cabeceras de los dos brazos del transepto un lugar adecuado para levantar dos altares, uno a la derecha y otro a la izquierda… Pero si es necesario levantar más altares hay un tercer lugar adecuado para su colocación: los laterales de la iglesia, tanto el del mediodía como el septentrional. A lo largo de uno y otro se pueden construir capillas con altares que pueden sobresalir por fuera del cuerpo de la iglesia; no obstante, en su construcción, se observarán las siguientes normas: las capillas han de estar equidistantes entre sí; entre una y otra debe hacer un espacio tal que en cada lado de cada capilla puedan abrirse ventanas que introduzcan en ellas suficiente luz.
Si no se pueden construir a esa distancia entre ellas, se construirán bastante más juntas, pero de forma que en la parte exterior tengan forma semicircular u octogonal y tengan así luces por los lados.
En las iglesias con naves laterales las capillas responderán con exactitud al intercolumnio con el fin de que las columnas o las pilastras no interfieran la vista de las mismas (…) … en la construcción y en la decoración de la iglesia, de las capillas, de los altares y cualquier otra parte que tenga relación con el uso y el decoro de la iglesia, no has de expresarse ni representarse ninguna cosa que sea ajena a la piedad ni a la religión, ni profana, deforme, torpe u obscena, o que, en fin, ostentando magnificencia mundana o distintivos de familia, ofrezca la apariencia de una obra gentil.
No se prohíbe, sin embargo, que con vistas a la solidez de la construcción (si el tipo de arquitectura así lo requiere) se hagan algunos trabajos en estilos dórico, jónico, corintio u otros semejantes”.
Para conseguir todos estos efectos se requieren medios apropiados. No hay lugar para la pompa vana ni tampoco para elementos seculares o paganos. Todo debe seguir estrictamente la tradición cristiana.
La iglesia tendrá forma de cruz, no de círculo, pues ello corresponde a costumbre pagana. Borromeo recomienda la cruz latina (formam crucis) antes que la cruz griega, eliminando así la forma predilecta del Renacimiento. Pensaba, sin duda, en el nuevo tipo de planta de cruz latina que Vignola había diseñado ya para el Gesù y que se adaptaba muy bien a los efectos espectaculares que preconizaban los contrarreformistas:
“La mejor forma, que parece que ya se prefería en tiempos de los Apóstoles, es la forma de cruz… todas las iglesias, y especialmente las que requieren una estructura particularmente majestuosa, deben construirse de modo que presenten la figura de la cruz, que puede ser de formas diversas, e incluso oblonga. Esta última, sin embargo, ha de preferirse a las otras de tipo menos común. No obstante, si el sitio de la iglesia a erigir, de acuerdo con la opinión del arquitecto, exige más bien otra forma, se hará según su parecer, con tal de que lo apruebe el Obispo (…)”.
Para comprender la importancia de las Instructiones de Borromeo para la construcción de las iglesias, resulta útil compararlas con las de los arquitectos de mediados del siglo XVI, y que habían sobrevivido a las ideas del Alto Renacimiento.
Las formas de planta de iglesia que éstos últimos habían creado se fundaban igualmente en principios religiosos, aunque su teología era de otra naturaleza. Borromeo condena las iglesias circulares porque son paganas. Palladio las recomienda porque el círculo es la forma más perfecta y conveniente para la Casa de Dios, siendo, además, símbolo de la unidad de Dios, de Su esencia infinita, de Su uniformidad, de Su Justicia.
Inmediatamente después del círculo, la forma más perfecta, y por consiguiente, la planta más adecuada, es la cuadrada. Finalmente viene la cruz, que es apropiada porque simboliza la Crucifixión. Borromeo había aprobado esta argumentación aunque se sorprendiera por el rango inferior que Palladio confiere a la iglesia cruciforme. Todavía lo sorprendió más el consejo que da Palladio en el capítulo siguiente: las reglas de construcción de las iglesias son las mismas que las de construcción de templos, con algunas modificaciones que permitan la introducción de una sacristía o de un campanario.
Pietro Cataneo, autor de Quatro Primi Libri d’ Architettura, publicados en Venecia en 1554, argumentó de un modo ligeramente diferente a lo relativo a la construcción de una iglesia. Sostiene que la iglesia principal de una ciudad debe ser cruciforme porque la cruz es el símbolo de la Redención. Las proporciones de la cruz deben ser las de un cuerpo humano perfecto, porque debería fundarse en las proporciones de Cristo, que era el más perfecto de los hombres.
Cataneo añade igualmente un argumento muy curioso y significativo en relación a la decoración de las iglesias. El interior, dice, debe ser más rico que el exterior, porque el interior simboliza el alma de Cristo y el exterior del cuerpo. En consecuencia, el exterior se construirá según un orden simple, como el dórico, y el interior según un orden más ornamental, como el jónico.
El simbolismo de los órdenes evidentemente estaba muy extendido y Serlio[3] se refiere a él. Desea que la elección de los órdenes se corresponda con el santo al que la iglesia está dedicada: orden dórico para las iglesias dedicadas a Cristo, a San Pedro, San Pablo y a otros santos más viriles; orden jónico para los santos más dulces y para las santas matronas; orden corintio, para las santas vírgenes.
Todos estos argumentos relativos a la construcción de iglesias son típicos de la manera de pensar del Alto Renacimiento. Puesto que la belleza era una cualidad divina, la ofrenda más bella a Dios era un edificio de gran belleza. Relacionado con ello, existía un vivo sentimiento del simbolismo de ciertas formas y adornos. Las minuciosas exigencias del uso eclesiástico, muy importantes para Borromeo, no fueron aún tenidas en cuenta.
La nueva concepción de la arquitectura religiosa no tardaría en ser puesta en tela de juicio. Aún entre aquellos que estaban empapados del fanatismo de la Contrarreforma, la concepción humanista de la iglesia ideal siguió teniendo considerable vigencia.
En su utópica ciudad-estado de la Cittá del Sole, publicada en 1623, Tomasso Campanella describe de esta forma la iglesia principal:
“… el templo es perfectamente redondo, con todos los lados libres, pero está sostenido por columnas poderosas y elegantes. La cúpula, un trabajo admirable, colocada en el centro o ‘eje’ del templo… posee una abertura en el medio, exactamente encima del único altar situado en el centro… En el altar no hay nada más que dos esferas, de las cuales la más grande representa la celeste y la más pequeña la terrenal, y en la cúpula están pintadas las estrellas del cielo”[4].
Pese a la Contrarreforma, las iglesias centralizadas desempeñaron un papel predominante en la arquitectura de los siglos XVII y XVIII: la interpretación matemática neoplatónica del universo tenía todavía muchos años de vida.
[1] Beolco, Angelo. Por el auténtico programa de la Iglesia “reformada” (1549). En Historia de la Arquitectura (Antología crítica), Celeste, Madrid, 1997.
[2] Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae, de Carlos Borromeo. Texto seleccionado por Luciano Patetta en Historia de la Arquitectura, op. cit y siguientes.
[3] Discípulo de Peruzzi y principal representante del manierismo arquitectónico tras la muerte de su maestro, Sebastiano Serlio (1475-1554) fue, además, el introductor en Francia de la arquitectura romana clásica, bajo la protección de Francisco I, a quien inspiró la construcción del palacio de Fontainebleau. Invención suya es el llamado “arco serliano”, aunque su renombre histórico se debe sobre todo a estas Regole generali di architettura, publicadas en 1537. En ellas, aparte de nociones básicas de perspectiva y geometría, Serlio establece los cinco órdenes arquitectónicos básicos e intenta definir nuevas combinaciones de elementos arquitectónicos con categorías psicológicas muy próximas a la sensibilidad de la escuela pictórica veneciana.
[4] Citado por Rudolf Wittkower, en La arquitectura en la edad del Humanismo. Ed. Nueva Visión. Buenos Aires, 1958.
Las ideas artísticas de la Reforma
diciembre 1, 2012
Juan Carlos Díaz Lorenzo. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela
En el mundo de las ideas de la Reforma, ningún elemento causó mayor impresión a los artistas que la negación del libre albedrío y, posiblemente, ninguno parece haber encontrado mayor aprobación entre ellos. La concepción del hombre en el manierismo, de carácter forzado, mecánico, teatral, expresa, al mismo tiempo, sentimiento de falta de libertad, de encontrarse preso en un cuerpo frágil y aislado en la vida terrenal, ideas que se encuentran en la base de la antropología de Lutero.
La hazaña de este controvertido personaje representa, por un lado, la espiritualización de la religión, la conversión del cristianismo legalista del catolicismo en una religión de la gracia, la sustitución del clero sacramental por un sacerdocio con la intención, al menos, de poner en lugar de las cosas y de las sustancias milagrosas, la inspiración de la palabra pura, el espíritu, la actitud.
“Esta hazaña copernicana –explica Arnold Hauser- constituye un paso último en el proceso que Max Weber designa como ‘desencantamiento’, en el curso del cual, el hombre se libera paulatinamente de la fe en medios mágicos a la busca de la salvación”[1].
Al mismo tiempo situaba al hombre sobre sí mismo, de tal modo que éste, con la conciencia de que su destino estaba fijado desde la eternidad, y que nada ni nadie podía modificarlo, tenía que sentirse terriblemente sólo y abandonado.
El hombre escapó a la tutela de la Iglesia, de forma que ningún sacerdote podía condenarlo, ni tampoco absolverlo y salvarlo. Sólo Dios, inaccesible e implacable, tenía la capacidad de conceder su gracia a la pecaminosidad del hombre.
En el Manierismo, pues, se aprecia un sentimiento y una angustia vital por la especie humana. Sin embargo, en el protestantismo no puede verse el origen del nuevo estilo, tanto menos, cuanto que protestantes y católicos se hallaban penetrados ambos, aunque a veces con independencia, de este sentimiento vital y estremecedor, de una angustia que les oprimía.
Sólo en contadas ocasiones, y tardíamente, los artistas italianos estuvieron bajo la influencia directa de la Reforma alemana. La cuestión no parece revestir excesiva importancia, tanto que la Reforma significa sólo una de las diversas formas en que se manifestó la crisis espiritual, de modo que puede considerarse con ella misma como una forma secundaria que discurre paralela a la forma artística.
Cuando los orígenes del manierismo se ponen en conexión con los movimientos religiosos, tanto con la Reforma como con la Contrarreforma, se fija, por lo común, un momento histórico excesivamente tardío para el nacimiento del cambio de estilo.
El manierismo constituye un estilo con personalidad propia. Su primera muestra se puede fechar alrededor de 1520, en Roma, de la mano de uno de los discípulos de Rafael llamado Giulio Romano.
Razones meramente cronológicas descartan la Reforma como punto de partida originario del manierismo e incluso es complicado precisar que los movimientos religiosos hayan tenido una participación directa en sus orígenes, tratándose, más bien, de un paralelismo que una conexión casual entre los fenómenos en cuestión, como ocurre frecuentemente con los diversos factores del desarrollo histórico.
Es posible que los primeros manieristas estuvieran impulsados por la inquietud espiritual de la época y por el anhelo de un arte más espiritualizado que el del alto Renacimiento, como también es poco probable que tuvieran verdaderas necesidades religiosas, como sí las tenía, por ejemplo, Miguel Ángel. Además, que el manierismo no tiene sus orígenes en la Contrarreforma se hace patente desde el momento en el que, cuando se hacen visibles los primeros signos del quehacer manierista, incluso cuando ya han tomado cuerpo algunas de sus creaciones más valiosas e importantes, todavía no existía síntoma alguno de la Contrarreforma. Su estilo estaba claramente delimitado antes, incluso, de que hubieran empezado en Italia las luchas religiosas.
Sostiene Hauser que “la Contrarreforma militante que ejerce un cierto influjo en la fase última del manierismo, es esencialmente distinta de la Contrarreforma triunfante que a va ser decisiva para el barroco”, siendo ésta última la que acabó imponiéndose, porque en el momento en que surgió al manierismo no había todavía contenidos ideológicos de la Contrarreforma que hubieran podido ejercer su influencia.
“En la historia del espíritu –precisa el citado autor- hay que tener en cuenta más a menudo correlaciones que relaciones causales. Este es también indudablemente el caso de la relación del manierismo con el movimiento de la Reforma (…) El manierismo pudo haberse incorporado impulsos religiosos, sin que éstos hubieran tenido que proceder desde un principio, de la Contrarreforma, y muchos de sus artistas, como también Tintoretto y El Greco, pudieron, por otra parte, haber experimentado influencias de la Contrarreforma, sin convertirse por ello en artistas barrocos; la actitud de la Contrarreforma no coincide exactamente ni con la voluntad artística del manierismo ni con la del barroco, aún cuando encuentra en esta última una expresión mucho más adecuada”.
Manierismo y barroco representan, además, principios directamente opuestos desde el punto de vista estilístico y como concepción del mundo. En lo esencial, al manierismo es formalista, irrealista, irracional, intelectualista, arduo, complicado y refinado. Las formas de expresión del Manierismo son siempre rebuscadas, distanciadas y aristocráticas desde la concepción espiritual.
La Contrarreforma, al contrario, tiene una concepción del mundo realista y racional; en sus tendencias artísticas, sentimental e impulsiva; en sus manifestaciones espirituales, niveladora, dirigida a la sencillez, claridad y fácil comprensión. Las formas de expresión están teñidas de emoción, de efectos directos y, en la mayoría de las veces, de tono popular.
La Contrarreforma rechazaba el estilo ingenioso, equívoco, oscuro y conceptuoso del manierismo, por la razón, sobre todo, de que su forma de expresión, con sus alusiones veladas, sus complicadas asociaciones y sus complicadas metáforas fuera de lo común, eran inadecuadas para los fines de la propaganda religiosa. Por ello, la Contrarreforma luchó contra la exclusividad del gusto manierista, porque lo que ella veía en el arte, sobre todo, era un medio para reconquistar amplias masas de creyentes.
La actitud de la Contrarreforma contraria a las tesis del manierismo, así como sus criterios artísticos y axiológicos inconciliables con su voluntad artística, se manifiesta de manera muy clara en los acuerdos del Concilio de Trento, en el espíritu en que se llevaron a cabo las deliberaciones y en los puntos de vista mantenidos en los escritos de teoría del arte influenciados por la asamblea conciliar.
Los principios decisivos para la política y la crítica artística se desarrollaron paulatinamente en los años en que duró el Concilio, en lucha abierta por la subsistencia de la Iglesia católica, envuelta entonces en una atmósfera de extremo peligro, con la conciencia de la severidad necesaria, pero también de la creciente fuerza y seguridad de su apostolado.
En cuanto al aspecto estilístico, el Concilio de Trento alcanzó una actitud tan decididamente antimanierista como sucedió con los objetos de la obra artística y su interpretación dogmática, a pesar de que las reservas estilísticas no se plasmaron en decreto especial. Los teóricos del arte de aquella época no sólo se enfrentaron a la expresión de las ideas antimanieristas, sino que en ellos se encuentra una actitud que tiende al barroco, apoyando así la afirmación de que la Contrarreforma sólo encuentra su plenitud artística en el barroco.
[1] Hauser, Arnold. Reforma y Contrarreforma: ¿Manierismo y Barroco?, en «El manierismo. La crisis del Renacimiento y los orígenes del Arte Moderno». Traducción de Felipe González Vicén. Ed. Guadarrama. Madrid, 1965.
Elena Marrero
agosto 12, 2012
Juan Carlos Díaz Lorenzo
Desde su temprana vocación hecha virtud y afianzada en la responsabilidad y el compromiso, Elena Marrero entró en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna consciente de que más allá del formulismo de un título universitario, lo realmente importante era encontrar el mejor camino y sentir la necesidad de un medio de expresión que no fuera la palabra: “tener algo que decir sin la barrera del idioma; el color y sus matices, las formas y mi interpretación me lo proporcionaron”.
Logrado el objetivo propuesto y licenciada en Bellas Artes, recorridos los senderos de las diferentes disciplinas, Elena Marrero concede entonces rienda suelta a su vocación de pintora, diseñadora, amante de la naturaleza y los animales -especialmente los caballos-, en los que encuentra su máxima inspiración. Y, de modo paralelo, su condición académica le permite iniciar su docencia feliz en las asignaturas de Dibujo y Diseño.
Conoce en su interior los impulsos creativos desde la niñez. “Aprendí a crear sin miedo y comienzo mi andadura por el mundo de las artes con ilusión y energía desde una edad temprana, desde la niñez. La familia me dio la fuerza, el conocimiento técnico me lo dio la Universidad, pero la expresión del sentimiento más profundo nació conmigo…”.
Al desgranar el rosario de su esencia artística, Elena Marrero sostiene que “ahí donde sobran o no existen palabras… existe el trazado seguro, rápido y fresco del pincel impregnado de color brillante y luminoso; el raspado gestual sobre el formato, la armonía, la fuerza, el equilibrio compositivo son elementos importantes para que la obra hable”.
Su obra pictórica ha sido expuesta en Tenerife y en Gran Canaria, pues “son mis islas de nacimiento y de adopción las que me cultivan la imaginación y hacen de la historia un tema, tanto en el diseño como en la obra pictórica”. Es conocida, además, fuera de las fronteras insulares, como lo acredita que también “hay un poquito de mí” en la Península ibérica, Italia, Alemania, Finlandia y EE.UU.
Elena Marrero siente especial atracción por el gran formato: “me gusta… es más reto, más expresión, más recorrido, más fuerza…”. Ello constituye, además, una oportunidad singular parea combinar “colores y materiales de riesgo, luz y sombra, contrastes para fijar las líneas de expresión”.
La artista tiene fuentes indiscutibles de inspiración en “los animales, la naturaleza, el caos… el rostro del caballo resoplando, el crepitar del fuego y el agobio y sonido de la ciudad, todo lo que me conmueve es interpretado por mí y por el observador”.
Su capacidad creadora está en plena actividad, en la que sus impulsos creativos se traducen en el diseño de abalorios, logotipos y otros complementos, un ejemplo demostrativo más de su vocación auténtica. Una sonrisa cada mañana, que es la de un nuevo amanecer emocional, pleno de luz y colorido, donde no hay sombras y sí un canto a la vida.
Fotos: Elena Marrero